El taxi avanzaba y parecía que en cualquier momento levantaría vuelo. La ciudad en el horizonte, la contrastante ciudad de México con sus luces y sus historias, parecía un mar de luciérnagas nadando en el cielo negro. En el ipod alguna trova sonaba y en la radio un narco-corrido se entonaba. Él callado y ella de mal humor, la mejor combinación para un viernes en la noche de tráfico.
Al subir al distribuidor apenas una estrellita se asomaba en la noche, pero a medio camino, la maraña de luces artificiales se besaba con la de naturales. El radio bajó el volumen y el ipod terminó su batería. Y entonces ocurrió: dos desconocidos se conectaban por medio de la admiración.
-El Universo es enorme.
-Y bello también.
-Señorita, ¿cree que estamos solos en el espacio?
-Eso es algo dificil de contestar mi Don, pero no podemos ser tan egoístas como para creerlo.
Y el silencio volvió a reinar. Sin embargo, esta vez no era el silencio que caracteriza los embotellamientos, más bien era un acompañamiento que los unía.
Al llegar a las Torres de Mixcoac todo se rompió, el Sedán descendió del segundo piso y ella volvió a dar instrucciones. Unos metros después el taxi se detuvo y el pago seguía. El intercambio de un Morelos por un Benito se dió y entonces él se fue.
La noche absoluta le enseñaba que ella era minúscula.
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